Kenneth Branagh nació en Irlanda del Norte, en el seno de una familia protestante que emigró a Inglaterra huyendo de la violencia política y religiosa. Dicen que al poco de ese traslado, el niño inició una representación que le marcaría de por vida. Dentro de casa, para gustar a los suyos, hablaba con acento irlandés. Pero, toda vez que atravesaba la puerta ese acento desaparecía para gustar al mundo urbano, culto y clasista en el que pretendía triunfar. El resultado ya lo saben: hizo de Shakespeare, el palacio real del idioma, su propia casa. Fue, como mandaban los tiempos, un príncipe del pueblo megalómano, ambicioso, algo vasto. Pero también fue tierno, vitalista y felizmente creativo.

Luego, estar en esa casa no le bastó y ensayó el acento americano con un tono grandilocuente pero sin verdadera grandeza. No le escatimo méritos: logró arrancar a Hollywood un Hamlet completo de cuatro horas. Pero algo fallaba. Imaginen que un amigo rico y excéntrico no da la oportunidad de recrear aquel antiguo piso donde nos sentimos más vitalmente plenos, más apasionados. Por muchas emociones que remueva, no dejará de ser un decorado.
La decisión de interpretar a detective Kurt Wallander, del novelista Henning Mankell, me pilló desprevenido y lo atribuí a un intento del actor por recuperar una popularidad perdida desembarcando, como han hecho otros, en el formato televisivo. Y, de hecho, aún sigo convencido de ello. Entonces, ¿porqué me emociona tan profundamente esta actuación? El otro día me di cuenta: Branagh ya no es joven y cuando uno pasa el medio siglo de existencia, sabe que los escenarios de su vida se van acotando. Tampoco hay acento que imitar cuando se interpreta, en inglés, a un policía sueco sensible, inteligente y emocionalmente malherido que encarna el malestar del cacareado Estado de Bienestar.

En la escena más conmovedora del primer y espléndido capítulo de la serie, Wallander vuelve a la casa de su malhumorado padre, un pintor que considera a su hijo un traidor por la identidad que ha decidido tener. Wallander descubre que está enfermo de Alzehimer y que, pronto, los felices días de infancia y las desavenencias posteriores desaparecerán entre ellos y le confiesa, con gran alivio, lo desgraciado que se siente en la vida. Como en otros momentos de la serie la carga emocional es mucho mayor que la que solicitaba el guión. Pero fue en ese momento cuando me quedó claro que tanto en su vestimenta descuidada, en su andares y gestualidad cansada, Branagh, a fuerza de no querer tocar techo, era un hombre sin hogar. Que nos recitaba el monólogo
'ser o no ser' como ningún actor antes lo había hecho: en su interior, mientras intenta resolver infames misterios de la naturaleza humana.