viernes, 25 de febrero de 2011

Mi perniciosa manía por los finales poéticos




Como reza el título de esta entrada tengo una perniciosa manía por los finales poéticos. Me gustan las narraciones que contienen lirismo, los poemas que cuentan una historia y las películas que muestran algo que no se ve. Pongo por ejemplo la gran serie Lost que yo quise abandonar, ante la indignación de mi mujer, en la 3ª temporada. Hasta ese momento, Perdidos combinaba magistralmente acciones pasadas de la vida anterior de los protagonistas antes del accidente de avión, con las de su supervivencia en la Isla. 
 
En la última secuencia de esa tanda un destrozado Jack ejerce de doctor en la ciudad y acude a una cita, un coche se acerca y de él baja su compañera de naufragio. Tenemos que volver, le dice a Kate. La narración subvierte su naturaleza y desvela el engaño y forma el momento cumbre del enigma. Después de eso, narrativamente, la cosa no puede sino decaer, ya no encontrará una cualidad poética semejante: aquella en que misterio y revelación forman una sola sustancia.


Afortunadamente, la lectura es una actividad individual que me permite conseguir disfrutar de los finales poéticos sin que nadie de la casa se quede colgado. Así pues anuncio (como si le importara a alguien) que he decidido no acabar la monumental El Pasaje, de Justin Cronin, pero debo recomendar su excepcional primera parte que conforma una unidad poética completa y emocionante.



Inscrita en ese extraño realismo que han traído consigo algunos relatos de vampiros y zombies (ejemplo: The walking dead), El Pasaje cuenta, en primer lugar, la destrucción del mundo conocido por un experimento fallido. Estos últimos días de la humanidad suponen un excelente reflejo de nuestra vida, habitados por personajes inolvidables (asesinos, monjas, tenderos, chicos de la limpieza, científicos). 

Destaca, sobre todo, la escena en que una madre y una hija deben abandonar su hogar por no tener dinero para pagar el alquiler por la crisis. El narrador se queda en el escenario para contarnos cómo el inmueble se sumirá en el olvido, el deterioro de la fachada, las ventanas y las estancias ante la fuerza del viento. Logra que esa anécdota casi insignificante sea la resonancia del Gran Final. "En tan sólo 32 minutos murió un mundo y nació otro" (pag. 286). Revelación y oscuridad a partes iguales ¿Quién quiere seguir algo que sólo puede ir a peor?